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3 principios de abnegación para todo cristiano

1- Aunque la abnegación se refiere especialmente a Dios, también se refiere a los demás.
Ahora bien, en estas palabras observamos que la abnegación de nosotros mismos se refiere en parte a otras personas y en parte (y especialmente) a Dios. Así, cuando la Escritura nos ordena que actuemos con otras personas de tal manera que les mostremos preferencia en honor antes que a nosotros mismos, de modo que nos dediquemos genuinamente a velar por sus intereses (Rom. 12:10; Fil. 2:3[–4]), nos da mandamientos que nuestras mentes son totalmente incapaces de cumplir a menos que primero se vacíen de sus sentimientos naturales.

Veréis, la ceguera con la que todos nos precipitamos en el amor por nosotros mismos es tal que a cada uno de nosotros le parece que tenemos buenas razones para elevarnos y despreciar a todos los demás en comparación con nosotros mismos. Si Dios nos ha dado algo que debería agradarnos, confiamos en eso e inmediatamente inflamos nuestras mentes, y no sólo estamos inflados sino casi rebosantes de orgullo. Ocultamos cuidadosamente a los demás los vicios de que estamos llenos y nos lisonjeamos de ellos pretendiendo que son menores e insignificantes; sí, a veces incluso los apreciamos como virtudes.

Si esos mismos dones que admiramos en nosotros mismos, o incluso otros superiores, aparecen en otros, los disminuimos y vilipendiamos maliciosamente para no vernos obligados a concederles ningún lugar. Si tienen algún vicio, no nos contentamos con señalarlo con una censura severa y punzante, sino que los acentuamos con odio. Esto da lugar a tal arrogancia que cada uno de nosotros, como si estuviéramos exentos de la condición común, desea sobresalir por encima de los demás y, despreocupada y salvajemente, desprecia a todos los mortales, o al menos los mira por encima del hombro como inferiores. Los pobres ceden ante los ricos, los plebeyos ante los nobles, los sirvientes ante sus amos, los ignorantes ante los cultos. Pero no hay nadie que no alimente en su interior un cierto sentido de superioridad.


Sobre la vida cristiana
Juan Calvino
Esta nueva traducción de la obra clásica de Juan Calvino Sobre la vida cristiana ayuda a pastores, estudiantes, académicos y cristianos comunes a responder la pregunta fundamental: ¿Qué significa vivir fielmente como cristiano?

Así pues, todos los individuos, al adularse a sí mismos, llevan en su corazón una especie de reino. 1 Al atribuirse indebidamente lo que les agrada, critican el carácter y las costumbres de los demás. Y si entran en conflicto, entonces explota su veneno. Sí, muchos se muestran amables mientras todo les resulta agradable y agradable, pero ¿cuántos de ellos mantendrán ese mismo tono de moderación cuando se sienten molestos e irritados? No hay otro remedio que arrancar de nuestras entrañas más íntimas esta plaga más tóxica que es el amor a la rivalidad y al egoísmo (τῆς φιλονεικίας καὶ φιλαυτίας), tal como también lo arranca la enseñanza de la Escritura, que nos instruye a recordar que las cualidades que Dios nos ha prodigado no son bienes propios, sino dones gratuitos de Dios. Si alguien se enorgullece de estas cualidades, delata su ingratitud. “¿Quién es el que te hace más distinguido?”, dice Pablo. “Y si ya lo recibiste todo, ¿por qué te jactas como si no te hubieran sido dados?” (1 Cor. 4:7).

Por tanto, volvamos a la humildad mediante un examen continuo de nuestras faltas. De ese modo, no quedará en nosotros nada que infle nuestro ego, sino que habrá motivos de sobra para humillarnos. Por el contrario, se nos instruye a respetar y admirar los dones de Dios que observamos en los demás, de modo que también honremos a las personas en quienes residen. Después de todo, sería tremendamente desvergonzado por nuestra parte privarlos de este honor que el Señor les ha concedido. Por el contrario, se nos enseña a pasar por alto sus faltas, no, por supuesto, a alentarlos con halagos, sino a abstenernos de despreciar a las personas debido a tales faltas, personas a las que debemos apreciar con bondad y respeto. De esta manera, el resultado será que, con cualquier persona con la que interactuemos, nos conduciremos no sólo con moderación y autodisciplina, sino también con buena voluntad y amabilidad. Así, nunca se podrá alcanzar la verdadera gentileza por ningún otro camino que no sea poseer un corazón imbuido de desprecio por uno mismo y de respeto por los demás.

2 – No podemos cumplir con nuestros deberes para con los demás hasta que nos hayamos negado a nosotros mismos.
Pero ahora, ¡es tan difícil cumplir con nuestro deber de buscar el beneficio del prójimo! Nada lograremos en este sentido si no abandonamos la consideración de nosotros mismos y, en cierto modo, nos despojamos de nosotros mismos. Pues, ¿cómo podemos realizar aquellas obras que Pablo enseña que pertenecen al amor si no nos hemos renunciado a nosotros mismos y nos hemos dedicado por completo a los demás? “El amor”, dice, “es paciente y amable, no es insolente ni desdeñoso; no tiene envidia; no es vanidoso; no busca su propio beneficio; no se irrita”, etc. (1 Cor. 13:4[–5]). Si esto es lo único que se requiere, que no busquemos nuestro propio beneficio, sin embargo esto infligirá una violencia considerable a nuestra naturaleza, que nos dispone tanto al amor exclusivo de nosotros mismos, que no tolera fácilmente que pasemos por alto sin preocupación nosotros mismos y nuestras posesiones para estar atentos a los intereses de los demás, o más aún, que renunciemos voluntariamente a nuestros derechos y los entreguemos a otro.

Pero la Escritura, para guiarnos de la mano a este fin, nos advierte que todos los favores que hemos obtenido del Señor nos han sido confiados con la condición de que los utilicemos para el bien común de la Iglesia. Y, por tanto, el uso legítimo de todos los beneficios de la gracia es el compartirlos generosamente y amablemente con los demás. No podríamos encontrar una regla más segura ni una exhortación más eficaz para ayudarnos a mantenerla que la de que todos los dones que poseemos en abundancia nos han sido confiados y encomendados con la condición de que los distribuyamos para el bien de nuestro prójimo. Pero la Escritura va aún más lejos cuando compara esos dones con las capacidades con que están dotados los miembros del cuerpo humano (1 Cor. 12[:12–31]). Ninguna parte del cuerpo posee su función para sí misma ni la pone en su propio uso privado, sino que transfiere esa capacidad a sus compañeros. Ni tampoco obtiene ningún beneficio de su función excepto el que resulta del beneficio común de todo el cuerpo. Así pues, todo lo que una persona devota pueda hacer, debe poder hacerlo por sus hermanos, buscando sus propios intereses personales sólo de tal manera que su mente pueda concentrarse en la edificación comunitaria de la iglesia. Que este sea, pues, nuestro procedimiento2 para la bondad y para hacer el bien: somos administradores de todos los dones que Dios nos ha conferido para ayudar a nuestro prójimo, y estamos obligados a dar cuenta de nuestra administración. Además, la única administración adecuada es la que se mide por la regla del amor. De esta manera, se logrará que no sólo combinemos continuamente la búsqueda del beneficio de otras personas con la preocupación por nuestro propio beneficio, sino que incluso subordinemos nuestro beneficio al de la otra persona.

Somos administradores de todos los dones que Dios nos ha conferido para ayudar a nuestro prójimo . . .

Y por si acaso no nos hemos dado cuenta de que ésta es la regla para la administración correcta de todos los dones que hemos recibido de Dios, él aplicó esa regla en los tiempos antiguos incluso a los actos más pequeños de su bondad. Él ordenó que se le presentaran las primicias de sus cosechas (Ex. 22:29; 23:19) para que de esta manera el pueblo diera testimonio de que era incorrecto que ellos tomaran para sí los productos de su prosperidad si no estaban primero consagrados a Dios. Pero si los dones de Dios sólo se nos santifican de esta manera después de que los hemos dedicado por nuestra propia mano a su mismo autor, es obvio que lo que no sugiere tal dedicación es un abuso infame. Sin embargo, sería inútil esforzarse por enriquecer al Señor compartiendo tus bienes. Por lo tanto, ya que tu benevolencia no puede alcanzarlo, como dice el profeta, debes ejercerla hacia sus santos que están en la tierra (Sal. 16:[2-]3). Y así, las limosnas son comparadas a las ofrendas sagradas, de modo que ahora corresponden a aquellas ofrendas prescritas en la ley (Heb. 13:16; 2 Cor. 9:5).

3 – La primera parte de la abnegación es depender totalmente de la bendición de Dios.
Describamos de nuevo con más detalle la parte principal de la abnegación, que, como dijimos, mira a Dios. Y sí, ya hemos dicho muchas cosas sobre esto que sería redundante repetir. Será suficiente discutirlo en la medida en que nos forma para ser justos y pacientes.

    Primero, pues, al buscar el debido equilibrio o la calma en esta vida presente, la Escritura nos llama a resignarnos a la voluntad del Señor y a entregarle las pasiones de nuestro corazón para que las dome y las someta. Nuestra lujuria es salvaje y nuestro anhelo infinito de poder y honores, de acumular riquezas, de amasar todas esas cosas sin sentido que parecen contribuir a la magnificencia y la pompa. Por el contrario, nuestro miedo, nuestro odio a la pobreza, al bajo estatus social, a la humillación es asombroso; nos vemos impelidos a deshacernos de tales cosas por todos los medios. De aquí se ve cuán inquietos son todos aquellos que organizan su vida según su propio plan, cuántos proyectos intentan, con cuántos esfuerzos se cansan para obtener las cosas que exigen los impulsos de su ambición o de su codicia y, por otra parte, para evitar la pobreza y la humillación.

    Para no caer en estas trampas, los devotos deben seguir el siguiente camino: en primer lugar, no deben desear, ni esperar, ni pensar en ningún otro medio de prosperar que no sea la bendición del Señor, y deben apoyarse en ella con seguridad y confianza. Por mucho que la carne se considere perfectamente suficiente cuando lucha por los elogios y las riquezas con su propio esfuerzo, o cuando se esfuerza con sus esfuerzos, o cuando recibe la ayuda de los favores de otras personas, es cierto que todas estas cosas son inútiles, y no lograremos nada ni con nuestra inteligencia ni con nuestro trabajo, a menos que el Señor haga que ambas cosas tengan éxito. Pero, por el contrario, es solo su bendición la que encuentra un camino, incluso a través de todos los obstáculos, para que todas las cosas resulten en un resultado feliz y favorable para nosotros. Además, aunque fuéramos más capaces de obtener alguna gloria y riqueza para nosotros mismos sin su bendición (así como vemos diariamente a los malvados acumular grandes elogios y riquezas), aun así, dado que aquellos sobre quienes pesa la maldición de Dios no disfrutan el más mínimo sabor de la felicidad, sin su bendición no lograremos nada excepto lo que nos resulte mal. Y al mismo tiempo, nunca deberíamos desear aquello que hace a las personas más miserables.

    Notas:

    Es decir, tienen un deseo de estar a cargo, de dominar, de tener el control. Cf. Tibulo, Elegías 1.9.80 (LCL 6:242–43)
    Lat. methodus; fr. “gobernar”.
    Este artículo es una adaptación de On the Christian Life: A New Translation de John Calvin y traducido por Raymond A. Blacketer.


    Juan Calvino (1509-1564) fue uno de los teólogos más influyentes de la Reforma. Conocido sobre todo por su obra Institución de la religión cristiana, también escribió exposiciones fundamentales sobre la mayoría de los libros de la Biblia.

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